22 de enero de 2012

Lo peor de todo, fue la misa.

Recuerdo cuando hace muy poco un familiar cercano y querido, que habia padecido una larga y dura estancia en un hospital gracias al cancer que padecía, murió, finalmente, tras menos de 24 horas de coma y habiendo aguantado casi una semana sedado. Pude observar con paciencia cómo cada día, incluso después de haber sido sedado, despertaba con energía e ilusión y cómo consciente de todo, arrastraba a toda su familia (que no es pequeña) hacia delante, comportandose de la forma más natural que le era posible, con la misma fuerza que siempre le había caracterizado. Era impresionante la forma de vivir de aquel hombre, pero más aún lo fue su forma de morir: rodeado de los suyos, muy querido, queriendo a todos, guiándonos. Él ya sabía lo que iba a pasar, estoy segura de ello, pero aún así, aguantó el tirón con mucha más entereza que todos sus queridos juntos. Era un valiente.

Cuando murió, detrás de un mes en el hospital, una navidad muy dura y una semana recibiendo muchísimas mas visitas de las que cualquier persona normal hubiera recibido, tardé en darme cuenta de que no iba a volver a verle ni a hablar con él. Es más, entré en trance, incluso viendo su cadáver, no fui capaz de reaccionar. Ni lloré ni reí. Entonces sólo quería mantenerme entera, facilitar las cosas a mi padre que, teniendo el mismo carácter que yo (motivo por el cual lo comprendí como nadie), lo pasaría peor viendo mal a los suyos que con la situación en sí, por la que ya había llorado antes. No pensé demasiado en el tema, la situación era extraña. El día completo en el tanatorio se hizo eterno, consolando familiares, observando el cuerpo inerte de aquel hombre, mi abuelo, quien siempre había sido querido por todo aquel que lo conociera, y que llenó el enorme tanatorio de agentes de los cuerpos de seguridad, familiares y amigos cercanos. Durante el día, y tras sucesivas visitas, todo el mundo lloraba la muerte de aquel magnífico hombre.

Sin embargo, lo peor de todo, fue la misa. En aquel momento, transcurrida una larga tarde, vi como sus hijos, mis tios, se acercaban tristemente, apenas sin fuerza, al altar. Vi cómo poco a poco la capilla de aquel tanatorio se llenó tanto que una gran cantidad de gente tuvo que quedarse fuera.  Vi como mi única tia carnal lloraba desconsolada con un ataque de nervios al observar el ataud cerrado de su padre, cómo el cura que iba a oficiar la ceremonia la tranquilizaba mientras llegaba el resto de la gente.

Contemplar a mi familia, totalmente rota por dentro en aquel momento, me hizo abrir los ojos de una forma sencilla, pero muy dolorosa. Él no iba a volver. Y es lo único que podía oir durante la misa: "...démosle ahora el ultimo adios..." "...descansará eternamente..." ... Todas aquellas frases que a los corazones verdaderamente cristianos proporcionaba alivio, a una persona agnóstica y escéptica como yo, sólo le sonaban a eso: no le verás nunca más, no volverás a hablar con él, ya no existe ni volverá a hacerlo jamás. Y cómo lloraba entonces. El desconsuelo en todos sus familiares era patente aunque se intentase llorar en silencio. Tras la ceremonia, y recuperada un poco de aquel llanto, vi como uno de mis tios abrazaba a mi abuela, desconsolado, cómo todos lloraban la pérdida de aquel gran hombre. Lloré entonces también, abrazada a mi padre, al que durante toda la tarde había tratado de facilitar las cosas manteniendome serena para que él no sufriese más, para ayudarle a aguantar el tirón con la misma entereza con la que su padre había vivido su enfermedad.

Finalmente, tras llevar el ataud con el cuerpo inerte de mi abuelo dentro al crematorio, recuerdo cómo toda la familia llegó a dar el pésame a mi abuela. Ella, tan entera como mi abuelo o mi padre, aunque rota por dentro y agotada como todos, recibió a aquella enorme cantidad de gente, y más que ser aliviada, alivió. Porque conocía a mi abuelo, y ella sabía que aquello era lo que él quería: que aguantase. Que aguantase y se repusiera pronto, que cuidase de los demás como él había hecho siempre, que se dejara cuidar por sus hijos, que viviera una vida normal y fuera feliz. Es, en el fondo, lo que siempre nos deseó a todos: que fueramos felices, incluso sin él.

Tras ese último mensaje de paz que la gente fue capaz de ver en mi abuela, esperamos con paciencia sus cenizas y, tras su entrega, nos fuimos a casa a descansar habiendo decidido que aquellas cenizas estarían para siempre en nuestro cortijo, que es lo que más le gustaba. Las esparcimos dos días después entre los olivos, y en ese momento comprendí que nunca se iría del todo.

Él era inmortal, porque muchísima gente conocía su nombre, porque todo el que le conocía, le quería y le recordaría para siempre, porque había hecho mella en la historia de su gente, porque había marcado un antes y un después. Era inmortal, porque nos dejó un enorme legado de amor, y de ganas de vivir, que aunque no tengamos fisicamente presente en sí mismo, queda en nuestro recuerdo como algo que nunca podremos olvidar: cómo un hombre conmovió el corazón de muchísima gente, cómo vivió y murió de una forma feliz, cómo consiguió que su familia se uniera más que nunca, cómo logró dar con su muerte un testimonio de fortaleza mayor que el que nadie hubiera podido imaginar, y cómo, incluso en los peores momentos, se puede querer muchísimo a todos los demás.

Porque fuiste, eres y serás siempre un gran hombre. Adiós, abuelo, te echaremos de menos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario